Arriba y abajo, arriba y abajo, así puedo describir nuestros vaivenes en una de las ciudades, eso dicen, más bellas de la costa oeste de los Estados Unidos.
Después de que el padre de mis hijos organizara milimétricamente unas extraordinarias vacaciones en diez parques naturales de la costa oeste, sin ningún fallo en su haber, habiendo cambiado cada día de alojamiento, disfrutado de las mejores vistas y las mejores excursiones con los espectáculos naturales más fantásticos del mundo, él me pidió que yo organizase las visitas a San Francisco, donde pasábamos los dos días con los que terminábamos nuestra aventura de la costa oeste.
Pero no me pidió que lo organizase milimétricamente. Y los dos sabíamos que yo no era él. Aún así, él se arriesgó y tuvo que atenerse a su decisión.
No consulté páginas web que contasen lo mejor que podíamos visitar en San Francisco, no, eso era demasiado fácil para mi menda. Lo que hice fué mandar un par de whattsapp a unos amigos que sabíamos habían visitado San Francisco con frecuencia, para preguntarles qué nos sugerían.
Sausalito sin lugar a dudas. Pues nos dirigimos a Sausalito, un pueblo costero bonito, con tiendecitas artesanales cerca del mar, y unas barcas de colores que descansaban en la orilla. El viento, pero, era aturdidor. Decidí que caminásemos un poco hasta la salida del pueblo, para explorar sin consultar nada. Craso error. Llegamos a un pueblo fantasma donde fuimos los únicos habitantes durante el tiempo que estuvimos allí. Sólo escuchábamos el viento y lo que a mi me parecieron unos aullidos fantasmagóricos. Los peques se lo pasaban en grande persiguiéndose con unos palmones que habían recuperado del suelo, pero mi maravilloso marido empezaba a perder la paciencia por mi aventura desplanificada-a-lo-que-salga. Decidí que era mejor volver al centro de San Francisco, e ir al punto de información, pero yo tenía el móbil sin batería y mi marido sin cobertura. La cara de mi esposo no dejaba lugar a dudas. Estaba enfadado conmigo. Decidimos caminar para llegar al famoso puente de San Francisco, el Golden Gate, para tener cobertura, pedir un Uber lo más rápidamente posible, y olvidar este desafortunado episodio. Mi hijo pequeño decidió que quería cargar con una piedra que alguien había pintado y escrito una dirección para que se la enviásemos. Así pues, cansados y cargando exceso de peso, llegamos al puente. Llamamos a un Uber. El primero no vino a buscarnos. El segundo tampoco. La batería del teléfono de mi marido también se estaba agotando. Al final, a la tercera intentona, un chaval simpático de Uber nos recogió. Y nos contó que muy pocos Uber aceptan viajes de fuera de San Francisco hacia dentro, puesto que normalmente están dentro, y deben pagar peaje para salir y volver a entrar. Ya en el centro, corrimos al centro de información, yo sin mirar ni por un nanosegunda la cara de mi marido.
Chinatown, el Exploratorium, Fisherman's Wharf, Pier 39, Union Square, y arriba y abajo, arriba y abajo. Disfrutamos y nos cansamos de lo lindo, subiendo y bajando por las empinadas calles de una ciudad que no es para ancianos, ni para gente con problemas de espalda. Comprobamos que la vestimenta incluso en verano debía complementarse con una chaquetita para unas temperaturas para nada calurosas.
Si, los parques naturales había merecido la pena. Y mucho. La organización había superado cualquier expectativa.
Si, San Francisco fué la guinda de un viaje extraordinario, donde la organización brilló por mi ausencia. Tengo cualidades, aunque a veces es difícil de encontrármelas.
Dato útil: planificar merece la pena.
Dato curioso: no planificar es peligroso.
Dato útil: planificar merece la pena.
Dato curioso: no planificar es peligroso.
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